REFLEXIONES
PERSONALES A 100 AÑOS DEL ESTALLIDO DE LA REFORMA UNIVERSITARIA, por
Mario Elffman
1)
Seguramente será u obvio o superfluo para mis amigas y amigos el
decirles o recordarles que yo nací para la vida universitaria como
reformista, como integrante de la corriente mayoritaria de ese
reformismo, la del MUR, la que dirigía el centro de estudiantes con
cuadros de la talla de Pepe Nun, Alberto Ciria, Enrique Bacigalupo,
su siempre pobladísima Galería Quetzal (pájaro libertario si los
hay), y en la compañía de mis compañeras y compañeros de la Fede,
que por cierto eran numerosos y constantes en su actividad.
2)
Quizás fuera más útil recordar que yo ingresé a la Facultad de
Derecho en 1956, con el golpe gorila a cuestas; pero en un ambiente
que era muy singular para la época, una Universidad que comenzaba a
tomar conciencia y conductas reformistas, así fuera muy tibiamente,
y que tuviera su símbolo en el rectorado de Risieri Frondizi, cuya
firma luzco con satisfacción en mi diploma. De modo que mis primeras
batallas estudiantiles las viví en la pelea por la libre elección
de cátedra (hasta entonces se ‘pertenecía’ en cada materia a la
cátedra ‘a’ o ‘b’ según fuera impar o par el número de la
libreta de enrolamiento o cívica), contra las cátedras más
reaccionarias y de concepciones jurídicas precámbricas; por el
nacimiento de una cosmovisión de cara a la sociedad, mediante la
extensión universitaria, y por la representación igualitaria de
docentes, graduados y estudiantes en el gobierno de la facultad
(reivindicación esta última que nunca se logró en plenitud).
3)
Mi concepción reformista se identificó luego con esa toma de
partido frontal que, en 1958, llevó a la máxima manifestación
histórica del estudiantado porteño, en la célebre confrontación
entre los partidarios de la enseñanza laica y la ‘libre’, la de
las universidades privadas, confesionales y elitistas, en las que
había naufragado, como con el petróleo, la política prometida por
Arturo Frondizi.
4)
Con mi diploma de grado expedido en 1961, seguí vinculado a mi
facultad hasta que, tras la noche de los bastones largos,
inmediatamente después aquel aciago golpe de Onganía, salí por la
puerta prometiendo no regresar por ninguna ventana, sino cuando
hubiera concursos en condiciones formales y de fondo democráticas
para el ejercicio de la docencia (promesa que hicimos muchos y
cumplieron pocos).
5)
Estuve, luego, 21 años expatriado de mi universidad, hasta que
consideré dadas las condiciones para participar en un concurso para
profesores adjuntos del Departamento de Derecho del Trabajo,
accediendo por fin a ese cargo en 1987, después de ser designado
para participar en las primeras experiencias funcionales del CBC, en
condiciones caóticas para la enseñanza y el aprendizaje. Mi retorno
a las aulas fue como un sarampión tardío, al cumplir 46 años, y lo
viví con intensidad y entusiasmo.
6)
El problema era el de cómo integrarme, como profesor adjunto, a una
de las cátedras del departamento, para lo que hacían falta dos
condiciones: que yo aceptara al titular respectivo, y que éste me
aceptara a mí. Mis principios, los que había mantenido en esos 21
años, me impedían solicitar la incorporación a una cátedra cuyo
titular no hubiera concursado para ese cargo, lo que reducía el
espectro de lo factible. Pero en mis entrevistas con los restantes me
encontré con un nuevo obstáculo: el de la concepción de la
libertad de cátedra.
7)
Para algunos, la libertad de cátedra se caracterizaba por el derecho
del profesor titular a decir y hacer decir a sus adjuntos y
auxiliares docentes aquello que él o ella pensaran de cada tema, e
imponer de hecho el seguimiento de sus libros y trabajos, como guía
ideológica monocolor. Otro me dijo que esa libertad se trasladaba a
que cada docente de su cátedra pudiera exponer y sostener sus
propios conocimientos e ideas, así divergieran de las propias, y
allí me radiqué como profesor en esa primera etapa. Luego elegí
pasar por la experiencia de otras dos cátedras. En todas ellas
reconozco que fui respetado en mi propia libertad de pensamiento y de
expresión como docente.
8)
Pero había algo que no me satisfacía en esa línea divisoria entre
dos conceptos de la libertad de cátedra, y creo que tomé conciencia
definitiva de ello cuando me tocó asumir la titularidad de una de
ellas, con un grupo de profesores adjuntos que, salvo uno
sobreviviente de la composición anterior, provenían de su buen
éxito en su primer concurso e ingresaban a la actividad formal y
cotidiana de la docencia. Porque allí creí darme cuenta de que no
era satisfactorio que yo les asegurara el respeto por sus libertades
frente a mis propias opiniones o conductas dentro de la concepción
de la universalidad de conocimientos y de información que supone el
propio término de Universidad: hacía falta dar un salto a otra
concepción más amplia de la libertad de cátedra, trasladando ese
derecho subjetivo a otro espacio. Y entonces les dije a mis colegas y
auxiliares docentes, pero también a los alumnos en las clases
inaugurales de cada curso, que para mí la verdadera titularidad de
la libertad de cátedra, de pensamiento, de opinión, de expresión,
de lectura, de investigación, de búsqueda, le correspondía a todos
y cada uno de los estudiantes. A cuyo servicio debe estar la función
primordial del docente: estímulo, creación del espacio para la
duda, negación del dogma y de la teoría consagrada como marco de
referencia para el tránsito por cada curso.
9)
A años de haber finalizado esa experiencia, y tras haber retornado
como profesor consulto designado por mi Universidad de Buenos Aires
-cargo que mucho me honró- para desempeñarme unos cuantos años más
sin la responsabilidad de la titularidad de cátedra (en la que no
acepté permanecer como interino tras mi jubilación por imposición
de un reglamento universitario que consideraba impropia la
continuidad de un docente a la edad de 65 años), seguí y sigo
pensando exactamente lo mismo. Y eso me identifica, hoy, con las
viejas y todavía irrealizadas banderas del Manifiesto Liminar de la
explosión reformista, transcurrido hoy un año desde la clausura de
mi última actividad como profesor, por razones que no viene a cuento
mentar, y que me dejaron un sabor amargo en mi despedida de esa
vocación sostenida durante 30 años.
10)
Quise hablar de la reforma universitaria, y acabé hablando de mi
experiencia como estudiante, como graduado y como docente reformista.
Pero al terminar estos diez ítems, advierto que es lo que realmente
quise hacer en este mihomenaje a la celebración del centenario de
esa rebelión contra la ‘Corda Frates’ cordobesa, contra la
ausencia de todo signo de democracia universitaria y contra las
cátedras vitalicias, hereditarias y oligárquicas. Es que no me
puedo desprender del balance de mis seis décadas vividas desde esa
incorporación al mundo universal de lo universitario. ¡Y QUE VIVA
LA REFORMA!